- Gregorio Javier Camacho Espinosa
El término neurocriminología fue introducido en 2005 por Jim Hilborn y Anu Leps (Ross y Hilborn, 2008). Para un grupo de investigadores españoles, “[l]a Neurocriminología persigue aplicar la metodología y las técnicas de estudio de las neurociencias para comprender, predecir, tratar e incluso prevenir la violencia y la criminalidad” (Moya, Sariñana, Vitoria y Romero, 2017: 15). Desde una perspectiva biopsicosocial, las conductas antisociales y la violencia deben concebirse como resultantes de una interacción compleja y dinámica entre factores biológicos, psicológicos y sociales. “Tenemos que movernos en estas tres dimensiones: la biológica, la psicológica y la social, porque si no, nuestra explicación del hombre y del crimen quedará siempre trunca, en una sola dirección, será simplista y equívoca” (Rodríguez, 2014: 234).
Ahora bien, con el objetivo de explicar el verdadero propósito de la neurocriminología e intentar desvirtuar los argumentos críticos que señalan la aplicación del enfoque biológico, calificando de positivistas, reduccionistas o lombrosianos aquellos estudios que abordan el análisis de la violencia desde el enfoque neurocientífico, es posible indicar que el modelo neurocriminológico es compatible con la perspectiva que considera que el comportamiento antisocial o criminal es producto de una serie de factores biológicos, psicológicos, sociales, ambientales, económicos, situacionales y personales. En consecuencia, hablamos de “neurocriminología” en lugar de “biología y delincuencia”, ya que este modelo se basa no solo en factores biológicos o neurológicos, sino en otros factores que son objeto de la criminología (Ross y Hilborn, 2008).
Lo anterior, aunado al análisis de la violencia en sus diversas manifestaciones como objeto de estudio de la criminología, permite resaltar la importancia de la neurocriminología para aportar explicaciones más completas, sumando estos factores biológicos a aquellos de corte personal, social y situacional, presentes en un caso concreto y que dan como resultado una conducta violenta, considerando esta como un fenómeno complejo que, por tal motivo, requiere explicaciones igualmente complejas.
En definitiva, los modelos teóricos que, como la neurocriminología, contemplan factores biológicos, no niegan la influencia de factores exógenos; incluso llegan a reconocer y estudiar las variables sociales y ambientales en interacción con las características biológicas; tampoco justifican la violencia y la delincuencia, impidiendo que los responsables de un delito sean juzgados y condenados penalmente; al contrario, proporcionan explicaciones de la conducta antisocial y brindan propuestas de programas de tratamiento, ocupándose además de la predicción de niveles de riesgo del violencia, psicopatía y reincidencia delictiva; y tampoco son fatalistas; si bien se habla de predisposición a comportamientos violentos, esto no es sinónimo de predestinación, pues, si una persona posee factores de riesgo biológicos, esto no quiere decir que esté destinada a delinquir, ya que estos comportamientos solo tendrán lugar en la medida en que el individuo interactúe con variables sociales y ambientales favorables al comportamiento antisocial, violento o delictivo (Morales y García-López, 2014).
De tal forma que, de acuerdo con evidencias reportadas por múltiples estudios neurocientíficos, es posible determinar que el punto de partida es sólido: existe una relación entre ciertas estructuras, el funcionamiento cerebral, algunos genes y el comportamiento antisocial, por lo cual resulta preciso entender cómo los factores ambientales pueden regular su funcionamiento, especialmente desde el punto de vista epigenético, lo cual constituye un verdadero reto (Gallardo-Pujol, Forero, Maydeu-Olivares y Andrés-Pueyo, 2009). Cabe destacar que uno de los primeros científicos que implementó estudios aplicando técnicas de neuroimagen en delincuentes considerados violentos fue el psicólogo británico Adrian Raine (Ruiz, 2018).
En uno de sus trabajos analizó el estado actual de la investigación en neurocriminología, abordando sus implicaciones en la prevención, las penas y la predicción de comportamientos delictivos, concluyendo que la neurocriminología y la neurociencia en general, aún no se encuentran listas para realizar cambios inmediatos en el derecho penal, aunque considera valioso que los investigadores concentren sus esfuerzos en: a) el diseño e innovación de programas de prevención del delito con una base biológica; b) el mejoramiento de las técnicas de predicción de reincidencia, incluyendo predictores neurobiológicos y logrando una precisión socialmente aceptable; c) el análisis de los procesos cognitivos y afectivos en la determinación de la responsabilidad penal; d) la consideración de adoptar un concepto dimensional de responsabilidad atenuada; y e) el debate acerca de las implicaciones éticas de la investigación en neurocriminología (Glenn y Raine, 2014).
En resumen, lo expuesto anteriormente supone un gran reto para la neurocriminología; el conocimiento de los factores psicobiológicos relacionados con la conducta violenta y sus múltiples aplicaciones, que van desde el establecimiento de diagnósticos apropiados que ayuden a determinar las opciones de tratamiento más adecuadas hasta su aplicación en la evaluación de riesgo de violencia y la predicción de reincidencia delictiva, representan un gran progreso en la prevención y el tratamiento de dicha problemática social (Moya, 2015), pues avanzar hacia una teoría biosocial o neurocriminología enriquecerá la comprensión de la conducta violenta o delictiva (Vaske, Galyean y Cullen, 2011).