En el campo de la intervención social, el bienestar vendría definido de manera prioritaria en torno a tres ejes. El primero de ellos se enmarca dentro del fortalecimiento personal, objetivo que se persigue a través de la promoción de hábitos de vida activa para la prevención del aislamiento y la soledad en personas mayores, el entrenamiento en habilidades sociales y estrategias de asertividad a fin de poder enfrentar la presión para el consumo de alcohol u otras sustancias adictivas o evitar prácticas sexuales de riesgo, el asesoramiento para la búsqueda de empleo en madres con riesgo de exclusión social, y un largo etcétera. Todos estos programas, llevados a cabo en escenarios sociales y sirviéndose normalmente de actividades grupales, fomentan el desarrollo de la autonomía, activan y ponen en marcha los recursos personales haciéndonos conscientes al mismo tiempo de nuestras propias limitaciones, definen metas y señalan el camino para conseguirlas, nos capacitan para manejar con solvencia parte del entorno (interpersonal o profesional) en el que se desarrolla nuestra vida cotidiana y nos ayudan a tener la sensación de crecimiento personal. Todas estas experiencias forman parte del bienestar psicológico (Díaz et al., 2006).
Ahora bien, cuando hablamos de empoderamiento personal, es necesario salir al paso de un frecuente equívoco: la adquisición de habilidades y competencias para el logro de los objetivos pretendidos en cualquier intervención social no depende solo de la motivación, del interés o de las capacidades de las personas interesadas, sino también, y a veces en gran medida, de las oportunidades que se les brinden para lograrlos. Las condiciones sociales, políticas y económicas y las decisiones tomadas, o dejadas de tomar, en esos entornos juegan un papel decisivo en crear capacidades (Nussbaum, 2012), con la particularidad de que “promover capacidades es promover áreas de libertad” (p. 45). Amartya Sen entiende que esas áreas se encuentran extraordinariamente restringidas a causa de la pobreza, el desempleo, el empleo precario, las limitaciones en el plano educativo o sanitario, la desigualdad de género, etc.
Todas estas circunstancias merman las capacidades y, por tanto, las libertades básicas para el logro del bienestar: para aligerar el peso de la pobreza, para zafarse de la presión grupal, para esquivar la discriminación y la exclusión social, o para superar los muros que impiden ver el horizonte más allá de la inmediatez del día a día. Es en ese cruce de caminos donde la libertad se encuentra con la liberación como objetivo de la intervención: a la psicología le toca romper las cadenas que nos tienen amarrados al fatalismo, liberar a las personas de vínculos sociales alienantes, romper relaciones asimétricas definidas en términos de poder-sumisión, soltar el lastre de la resignación partiendo para ello del supuesto de que “no hay, ni puede haber, una desalienación personal que no sea, al mismo tiempo, social, ni es posible concebir una verdadera liberación interior que no entrañe una liberación exterior” (MartínBaró, 1998, p. 339).
De cara a la intervención social, no basta con analizar si una persona es capaz de lograr el bienestar; es necesario interesarse por la libertad (las oportunidades) que le ofrecen las condiciones del entorno para conseguirlo (Sen, 2000). Valga un ejemplo: sin tomarse la molestia de analizar las razones del fracaso del Cambridge-Somerville Youth Study, a los políticos conservadores les faltó tiempo para desenfundar su recalcitrante individualismo para pedir una reducción de los programas de apoyo a jóvenes procedentes de entornos económicamente desfavorecidos argumentando que son los valores y las disposiciones personales las que definen si alguien se va a convertir en criminal o en un ciudadano honesto (Ross y Nisbett, 2011, p. 215).
El segundo eje se enmarca en el fortalecimiento comunitario a través, por ejemplo, de coaliciones comunitarias para prevenir el consumo de alcohol entre la población adolescente, de comunidades de aprendizaje para poner freno al abandono escolar, la puesta en marcha de recursos comunitarios para hacer frente al daño causado por una catástrofe natural, la recuperación de las redes sociales dañadas tras acontecimientos prolongados de violencia política. El fortalecimiento comunitario facilita la integración social y el sentimiento de pertenencia, genera confianza en los otros y en las instituciones, favorece la implicación en asuntos o problemas que afectan al bien común. Todo ello es lo que define el bienestar social (Blanco y Díaz, 2005).
El tercero de los ejes se adentra en un espacio muy valioso desde el punto de vista psicológico, el de las experiencias emocionales, socialmente originadas y socialmente compartidas, procedentes de los eventos (algunos de ellos verdaderamente estresantes) que jalonan la vida de cualquier persona a partir, con extraordinaria frecuencia, de los modelos de relación interpersonal, intergrupal o intercategorial o de la posición que se ocupe en la escala social. Es en ese espacio donde se gesta la salud mental. En una abierta crítica a las taxonomías dominantes en la definición y diagnóstico de los trastornos trastornos mentales del DSM-III (American Psychiatric Association, 1983), Martín-Baró consideró en su momento (década de los 80 del pasado siglo) que era urgente cambiar de óptica y ver la salud o el trastorno mental no desde dentro afuera, sino de afuera a dentro; no tanto como la consecuencia de un funcionamiento disfuncional interno, sino como la materialización en una persona del carácter humanizador o alienante de un entramado de relaciones sociales, que es donde nos construimos históricamente como personas y como comunidad humana (Martín-Baró, 2003, p. 343), y no solo como un atributo personal, sino como un rasgo colectivo. Y es que, probablemente, hace tiempo que debiéramos haber sustituido los trastornos de personalidad por los trastornos interpersonales (Wright et al., 2022).
El papel mediador de las emociones en la salud, tanto de las positivas como de las negativas, ocupa hoy en día uno de los capítulos más destacados en la investigación. Para abreviar: las emociones positivas son altamente contagiosas, proporcionan sensaciones agradables, mejoran el rendimiento cognitivo y las relaciones interpersonales e intergrupales o intercategoriales, nos hacen más tolerantes a la frustración, nos ponen en marcha para la acción, incluido el afrontamiento del estrés, y fortalecen el sistema immune (ver Fernández-Abascal, 2015, pp. 23-51). Todo este cúmulo de experiencias es el que Ed Diener dio a conocer como bienestar subjetivo: experiencia de emociones placenteras, bajo nivel de emociones negativas y alta satisfacción con la vida (Diener, 1994).
En definitiva, frente a un modelo de salud mental definido por la ausencia de síntomas negativos, el enfoque psicosocial centra su atención en dos criterios diagnósticos: hedonía (experiencia emocional) y funcionamiento positivo (Keyes, 2005). Aunque es prácticamente imposible llegar a un acuerdo consensuado y exhaustivo de salud mental, advierte la OMS, la propia organización ha incorporado a su definición el bienestar subjetivo, la autonomía, la percepción de eficacia, la posibilidad de trabajar de manera productiva y provechosa, poner en práctica las capacidades intelectuales y emocionales, hacer frente a los eventos estresantes de la vida cotidiana y colaborar con la comunidad. Estas son algunas de las dimensiones del funcionamiento psicosocial positivo. Este concepto de salud mental, añade, es consistente con su amplia y variada interpretación transcultural (OMS, 2001). Es en este contexto donde empiezan a diluirse las fronteras de los perfiles profesionales. Probablemente la organización colegial tenga la obligación de hacerlo como estrategia protectora del ejercicio profesional, y es igualmente conveniente y necesario de cara a la formación de competencias específicas, pero la salud no puede considerarse un territorio acotado a un área de conocimiento desde el punto de vista académico, y, mucho menos, un campo exclusivo de un perfil profesional. Jorge Fernández del Valle, conocedor de primera mano del campo de la intervención social, analizó hace unos años la utilización del término “intervención psicosocial” en la literatura científica con un resultado inesperado: el uso más habitual del término se daba en el terreno médico, seguido, muy de cerca, del campo de la salud mental.
Es tranquilizador comprobar que el uso que desde la medicina se da al término psicosocial lo hubieran suscrito Lewin, Moscovici o Asch: un tratamiento complementario “dirigido a aspectos psicológicos y del contexto social (especialmente la familia) de los enfermos” (Fernández del Valle, 2010, p. 40). Los ejemplos procedentes del campo de la intervención social en los que entra en juego la salud mental son muy numerosos. A los ya mencionados cabría añadir los programas dirigidos a la prevención de la violencia de género, del suicidio en adolescentes, de la exclusión social en personas con discapacidad, intervenciones de cara a la integración comunitaria de personas con trastornos mentales, por no hablar de la cada vez más activa línea de intervención para el apoyo de una parentalidad responsable y positiva durante los primeros años de vida, que además de mejorar el desarrollo cognitivo, lingüístico y socioemocional, previene futuros problemas de conducta (ver a este respecto la revisión metaanalítica de Jeong et al., 2021). Por otra parte, son incontables los profesionales dedicados al tratamiento terapéutico de trastornos mentales que se reconocerían en la experiencia de José María Ayerra, psiquiatra de largo recorrido y antiguo responsable del área de salud mental en Getxo: “a partir de la constatación de la implicación de la familia en los devenires emocionales y psíquicos de los pacientes, mi perspectiva cambió, y mi entendimiento pasó de un modelo individual a un pensamiento centrado en la familia, indispensable en el entendimiento de los grupos pequeños, grandes y funcionamientos sociales” (Ayerra, 2019, p. 208), que ha estado demasiado ausente en los trabajos de investigación y tratamiento en el campo de la psicología de la salud en nuestro país.
En este campo se han descuidado “las intervenciones psicológicas elaboradas desde una perspectiva más social implementadas dentro de contextos no clínicos como, por ejemplo, la escuela, la familia o el trabajo” dirigidas a la promoción y a la prevención de la salud (GarcíaVera, 2020, p. 19). En este último ámbito, el del trabajo, el estrés laboral crónico, la sobrecarga de tareas, la falta de apoyo, el abuso de poder, el acoso psicológico o sexual se han mostrado como poderosos factores de riesgo para la salud (Alcover, 2019). Los resultados de una meta-revisión de revisiones y un posterior metaanálisis (Niedhammer et al., 2021) muestran una relación significativa entre estas condiciones laborales y las enfermedades cardiovasculares (enfermedades coronarias, ictus isquémico), y de manera especialmente intensa, con los trastornos mentales (la depresión). Es por eso por lo que, de manera recíproca y complementaria, muchos profesionales de la intervención social se verían reflejados en la necesidad de disponer de conocimientos de psicología clínica que Fernández del Valle (2018) reclama para el trabajo en acogimiento familiar. No deja de resultar sorprendente, entonces, que el eje etiológico fundamental en la génesis de los trastornos mentales se siga cifrando en la conducta (Colegio Oficial de Psicólogos, 1998, p. 22), como si ésta, y el actor que la protagoniza, estuvieran suspendidos en un vacío social. A nadie se le oculta que, en algunos casos, la reparación del daño requiere un tratamiento terapéutico personalizado, pero a partir de esa realidad no se puede inferir que los comportamientos “relevantes para la salud y la enfermedad” sean propiedad del perfil de Psicología clínica y de la salud. Lo son de la práctica totalidad del quehacer psicológico, tanto en su vertiente básica como aplicada, tanto en la investigación como en la intervención.
Los comportamientos que atañen a la salud se extienden a lo largo de un amplio espacio que abarca los huertos comunitarios, la prevención de las adicciones, las secuelas que deja tras de sí exclusión, el rechazo y la discriminación (los delitos de odio), el daño provocado por catástrofes naturales o perpetradas intencionalmente por la mano del ser humano, la prevención del aislamiento y la soledad en personas mayores, y un largo etcétera. Por no hablar del dolor físico, del dolor emocional y del dolor moral causado por la pobreza (Narayan, 2000). Es un misterio por qué se mantiene ese obsoleto maridaje entre clínica y salud cuando, desde el punto de vista epidemiológico, los comportamientos relevantes para la salud están alejados de las anomalías o patologías psicológicas que requieren un tratamiento clínico personalizado. Reputados expertos en este campo, dentro (ver, por ejemplo, González y Pérez, 2007) y fuera de nuestro país, han advertido que las experiencias emocionalmente dolorosas, además de formar parte de la peripecia vital de cualquier persona, no desembocan necesariamente en un trastorno. Uno de ellos, George Bonnano, ha sido especialmente insistente al respecto: los resultados de la investigación de las últimas décadas han mostrado de manera incontrovertible que la mayoría de las personas expuestas a eventos que ponen en peligro su salud y hasta su vida no desarrollan un trastorno de estrés postraumático; la mayoría de ellas son capaces de afrontarlo razonablemente bien (Bonanno, 2021, p. 14).
Finalmente, la salud, el bienestar, la calidad de vida, la libertad para conseguir el bienestar, no solo son un marco teórico; son también, y son sobre todo, un compromiso inexcusable de la ciencia social, que, como tantos otros, nos vuelve a remitir al “principio emancipación” en torno al cual desarrollaron su actividad los pioneros del pensamiento social. Sus aspiraciones morales (Nisbet, 1969, p. 33) son también las nuestras. Entre otros muchos, Jiménez Burillo (1985) lo dejó planteado de manera tan concisa como acertada: “hay que involucrar valores desde los cuales juzgar la bondad o perversidad de los sistemas sociales” (p. 79) y de los productos a que dan lugar, cabría añadir. Éste vendría a ser el argumento nuclear de la vocación crítica de la intervención social: la denuncia de aquellas condiciones que van dejando a su paso un reguero de víctimas. Ya no hay debate en torno a la libertad de valores en los quehaceres de la ciencia social, y mucho menos en el marco de la intervención social. En todos y cada uno de sus programas hay una deliberada toma de postura por parte de quienes los diseñan y los ponen en marcha; una simple ojeada a los objetivos de cualquiera de ellos bastaría como prueba. Esta es una obviedad que ya no necesita justificación alguna. Si acaso, ya para terminar, podríamos recordar cómo, tras colaborar varios años con distintas organizaciones encargadas de aliviar la riada de sufrimiento que recorría Europa tras la Segunda Guerra Mundial, y después de haber pasado él mismo por un campo de exterminio nazi, Henri Tajfel tomó la decisión de dedicarse al estudio del comportamiento intergrupal.
Una vez iniciado ese camino, en el que se convirtió en el principal referente de la psicología social europea, se convenció de que no podía hacerlo desde una cómoda asepsia: “la psicología social puede y debe incluir entre sus preocupaciones teóricas y en relación con la investigación, un interés directo por las relaciones entre el funcionamiento psicológico humano y los procesos y acontecimientos sociales a gran escala que moldean ese funcionamiento y son moldeados por él[…]. A la vista de todo esto, mi creencia en una psicología social libre de la influencia de los valores comenzó a tambalearse rápidamente” (Tajfel, 1984, p. 23). Todo esto, de manera muy resumida, para concluir que, más que un territorio, un objetivo o un particular contenido, lo psicosocial es una perspectiva de la que nos servimos para analizar los hechos y los problemas sociales, las acciones que están en su origen y las consecuencias a nivel personal y colectivo que comportan, en la convicción de que todo ello es fruto de la actividad consciente e intencionada del ser humano. Si esto es así, cabría concluir que todo lo que ha sido concebido y creado de una determinada manera y en una determinada dirección, puede ser cambiado, y debería serlo cuando vaya dejando a su paso un rastro de daño psicológico, social y moral frente a los que no cabe indiferencia ni neutralidad. Para ello, el enfoque psicosocial de la intervención se sirve prioritariamente del grupo-comunidad como agente, escenario y objetivo del cambio.