Un sucinto recorrido por la génesis del Enfoque Psicosocial

Blanco, A. (2023). Uso y abuso del término “psicosocial” en el campo de la intervención social. Papeles del Psicólogo, 44(2), 55-63. https://doi.org/10.23923/pap.psicol.3011

Empecemos por lo más obvio: lo psicosocial es mucho más que un simple vocablo, o, si se prefiere, es un término respaldado por más de cien años de historia y por una epistemología, que, en una primera acepción, adopta un particular enfoque caracterizado por el juego de influencias mutuas entre los niveles en los que discurren las acciones que llevan a cabo entre sí las personas y los grupos en los escenarios de esa realidad suprema que, a decir de Peter Berger y Thomas Luckmann, es la realidad en la que discurre la vida cotidiana, esa en la que, por cierto, se suelen desarrollar los programas de intervención social: la familia, el barrio, los entornos educativos o laborales, los lugares de ocio y esparcimiento, etc.

Todos estos contextos se nos presentan, añaden ambos autores, como realidades ordenadas, compartidas, frecuentemente cargadas de imposiciones y repletas de significados (ver Berger y Luckmann, 1968, pp. 36-46), despectivos y dañinos en muchas ocasiones, y seguidos de acciones del mismo tenor sobre determinados colectivos simplemente en razón de su pertenencia grupal o categorial. Y por esas mismas razones, todos estos escenarios demandan a veces que tomemos parte en los asuntos que suceden en su seno (esa es una de las acepciones que el diccionario de la RAE atribuye al verbo intervenir) para reparar el daño que van dejando a su paso, para prevenirlo, o para detectar las dinámicas que han estado en su origen. Algunos de los teóricos más reconocidos en este campo del saber (Kurt Lewin, Serge Moscovici, Solomon Asch, por ejemplo) han defendido esta visión: lo psicosocial “no se distingue tanto por su territorio como por el enfoque que le es propio” (Moscovici, 1985, p. 20).

Hay diferentes puntos de vista desde los que se puede analizar un mismo objeto, había argumentado Lewin desde su epistemología comparada (1991). De hecho, añade, en el transcurso de su desarrollo todas las ciencias van ampliando su objeto de estudio quedando reservada su idiosincrasia y singularidad a la manera de abordar asuntos que, en muchos casos, particularmente en las ciencias sociales, nos han acompañado desde los inicios de la vida en grupo: el poder, la crianza y defensa de la prole y del territorio, la distribución de tareas, las relaciones hacia el interior del propio grupo (relaciones entre miembros de distintas edades y sexos) y con los extraños, el establecimiento de normas y sanciones para ordenar la convivencia, etc. Siguiendo esta lógica, es posible que a ninguno de los tres autores citados (sobre todo a Lewin) les causara extrañeza el uso de los huertos comunitarios como agentes de intervención, por ejemplo, sobre todo si hubieran sabido que a su través mejoran las relaciones y el bienestar emocional entre las gentes del lugar, se activa el interés por identificar y abordar problemas comunes y se crean redes vecinales que juegan un importante papel en la reducción de la delincuencia (Maya, 2021, p. 21). Esta mirada sobre la realidad y el orden social, sobre las acciones, tareas y actividades sus principales protagonistas (personas, grupos, organizaciones de cualquier tipo y color, etc.) y sobre sus consecuencias, da sus primeros pasos a partir de la entrada en escena de las ciencias sociales como alternativa a la visión que sobre los asuntos terrenales y celestiales habían ofrecido la teología o la filosofía.

Los acontecimientos políticos desencadenados a raíz de la Revolución Francesa (1789) y la conmoción en todas las esferas de la vida social que supuso la Revolución Industrial crearon las condiciones para una nueva manera de enfrentarse a la vida social y al comportamiento de sus actores prescindiendo de determinismos históricos, naturales o sobrenaturales, que habían campado a sus anchas durante siglos. Solomon Asch, uno de los teóricos dotados de un especial olfato psicosocial, definió ese clima de manera sucinta: llegó un momento en el que ya no fue posible sostener que la pobreza, la guerra, la enfermedad fueran “hechos insondables de la Providencia, y que se los deba soportar con resignación” (Asch, 1962, p. 18). Hoy tampoco creemos que la exclusión social, la desigualdad, la discriminación, el racismo o la violencia de género, por ejemplo, tengan su origen en disfunciones biológicas o psíquicas, o sean consecuencia de la perversa voluntad de algún ser superior. En ese tránsito, dice Robert Nisbet, hay dos pautas de pensamiento, muy reconocibles en el campo de la intervención social, que jugaron un papel decisivo: la reacción contra el individualismo y la recuperación del concepto de comunidad (la réplica a la idea de “contrato” como fundamento del orden social) como eje articulador del pensamiento social. Conviene recordar a este respecto, que para los “titanes del pensamiento social” (los Comte, Marx, Durkheim, Weber) la palabra comunidad “abarca todas las formas de relación caracterizadas por un alto grado de intimidad personal, profundidad emocional, compromiso moral, cohesión social y continuidad en el tiempo” (Nisbet, 1969, p. 71). Su arquetipo, añaden, es la familia. Su presencia como agente de intervención es considerada hoy en día indispensable en la prevención de la delincuencia, del fracaso escolar, o de las distintas formas de adicción en adolescentes, por ejemplo. Por no hablar de programas como el acogimiento familiar o los dirigidos al aprendizaje de habilidades parentales.

A esa manera de entender la realidad de la vida social alrededor de esos estilos de relación que dan lugar a la comunidad, de los acontecimientos que la definen y de las consecuencias que los acompañan contribuyó de manera decisiva la corriente neokantiana liderada por destacados pensadores alemanes de la segunda mitad del siglo XIX entre los que se encuentra uno de los fundadores de la psicología (Wilhelm Wundt), copartícipes todos ellos de la existencia de una psique colectiva (“Volksgeist”) de la que se nutren las psiques individuales. El argumento que preside estos primeros pasos del enfoque psicosocial se deja definir en unos términos necesarios de recordar y fáciles de retener: entre las ciencias del espíritu se hace necesario que, junto a una psicología individual, se pongan las bases de una psicología que se ocupe de las ideas, representaciones, actitudes y actividades que comparten aquellas personas que forman parte de una misma comunidadgrupo, pueblo o nación y que son fruto del “intercambio psíquico” entre ellas, como son, por ejemplo, la práctica totalidad de los contenidos de lo que hoy hemos dado en llamar cognición social. Ya en 1834, John Friedrich Herbart dio un paso decisivo a partir de las dos siguientes premisas: a) la persona aisladamente considerada es pura abstracción, una mera entelequia; en tanto que entidad psicológica, la persona solo adquiere existencia real dentro de una comunidad, de un grupo, de una sociedad en la que se encuentra en permanente contacto interactivo. Fuera de este marco le faltaría la humanidad, sentencia Herbart; b) ello hace necesaria una psicología de las relaciones entre los individuos, de los principios y postulados que las guían y de los productos a que dan lugar.

En 1871, el austríaco Gustav Adolph Lindner da un paso más: esa manera de acercarse al conjunto de hechos procedentes del intercambio entre las personas, del que emana la vida psíquica de la sociedad, debe responder al nombre de psicología social. Hay fenómenos colectivos fruto del contacto, la unión, la asociación (por ejemplo, Durkheim, 1987, pp. 115 y ss.) que dejan una profunda huella en las psiques individuales: el lenguaje, los ritos, las costumbres y tradiciones culturales, los mitos y la religión son, decían entonces, manifestaciones del alma colectiva. Hoy venimos a decir lo mismo con otras palabras: normas, representaciones sociales, creencias grupales, sesgos y emociones intergrupales, actitudes, esquemas categoriales, etc., forman parte de los contenidos de nuestra mente.

A comienzos del siglo XX, los acontecimientos psíquicos colectivos de amplio espectro (el alma colectiva) dejan paso al interés por fenómenos psíquicos grupales (group mind). Estos definirán el quehacer psicosocial de los tres teóricos de referencia de aquella época (Charles Ellwood, Edward A. Ross y William McDougall): la vida psíquica de los grupos es fruto de la interacción y de la acción conjunta entre sus miembros, de las actitudes mentales de unos respecto a otros. Cuando estas persisten, instituyen el orden y la estructura grupal y tipifican la acción recíproca convirtiéndola en hábito, en uniformidades resistentes al cambio, esas que hoy en día están en el centro de muchos programas de intervención social a fin de poner freno o prevenir los delitos de odio, por ejemplo.